El blog "La
Isla desconocida" del autor de este artículo, donde se había
publicado
originalmente, fue bloqueado por Google, como denunció Cubadebate el
26 de
marzo. Luego de múltiples denuncias en la prensa alternativa, el
blog fue
restablecido por Google casi cuatro días después.
El principal obstáculo que encuentra el imperialismo para derrotar a
la
Revolución cubana no es militar, ni económico; es moral. De alguna
“inexplicable” manera Cuba conserva el prestigio internacional
y el consenso interno, pese al desgaste de medio siglo bajo los
efectos de
un implacable bloqueo y de una sostenida campaña mediática en su
contra,
pese al derrumbe –veinte años atrás--, y al descrédito, de un
“campo socialista” del que hoy se enumeran las manchas y se
ignora la luz. Los ideólogos de la derecha saben que ese prestigio
moral
invalidaría cualquier victoria militar o económica sobre la Isla: en
política la única victoria posible es cultural.
Lo demás puede llamarse ocupación, asfixia, imposición; y todas son
variantes que posponen la victoria del supuesto derrotado. Por eso
se han
lanzado a fondo, sin medias tintas, en una guerra cultural que lo
involucra
todo. Una guerra, por supuesto, que no busca ni pide verdades o
principios:
una guerra para revertir convicciones y sentimientos, que se apoya
en la
fuerza de los medios de comunicación. ¿O acaso la demonización de la
cultura árabe –pueblo que fatalmente habita sobre grandes reservas
de
petróleo--, no antecede y acompaña a la guerra de exterminio que
sufren sus
estados “desobedientes”? Lanzarse a fondo significa que esos
ideólogos deben repetir sin sonrojos, sin bajar la mirada, que el
Che
Guevara, el Guerrillero Heroico, fue un asesino; que Batista, el
asesino,
fue en realidad un buen gobernante; que Cuba, la nación que más
vidas ha
salvado en el mundo –incluyendo la de sus enemigos--, disfruta de la
muerte.
El gobierno de Obama es un excelente portaaviones para bombarderos
ideológicos: un rostro negro, un perfil intelectual, una sonrisa
seductora.
Un enorme y moderno buque que asume poses de crucero, que finge no
atacar:
para eso están sus aviones, y los pilotos díscolos que a veces
despegan de
noche, mientras el capitán duerme. Lo cierto es que la ola de
irrespetos
colectivos que Obama encontró en su traspatio latinoamericano tras
la toma
de posesión era tan colosal, que la guerra no podía de ningún modo
resolverse únicamente por la fuerza. No digo sin la fuerza, digo que
no
solo por la fuerza.
Era imprescindible un golpe de estado aleccionador --y para ello
estaba el
eslabón más débil, Honduras--, pero un golpe que se acompañase de
excusas
leguleyas, de trámites burocráticos, de condenas públicas y de
privados
apretones de mano. Un nuevo concepto para legitimar culturalmente
ciertos
golpes de estado: en lo adelante la democracia dejará de serlo, si
la
mayoría del pueblo expresa electoralmente su inconformidad con una
legislación que garantiza los intereses imperialistas. Y será
legítimo el
uso de la fuerza, la de los militares claro, no la del pueblo. A
nadie
parecen importarle los líderes sindicales que el gobierno de facto
–el
que dio el golpe y el que acaba de auto elegirse en estado de
sitio--,
asesina todos los días. Pero los objetivos más importantes de la
guerra
cultural son dos: Cuba y Venezuela.
Fue quizás en Trinidad y Tobago donde Obama comprendió que el
prestigio de
Cuba era inmenso. Al término de aquella Cumbre en la que estrenaba
su
sonrisa, habló de la “utilización” del internacionalismo médico
de la Revolución cubana con supuestos fines propagandísticos. Sé que
ese
prestigio es algo que atormenta a los ideólogos de la derecha, que
sueñan
con hacer desertar a todos los médicos cubanos. El País, órgano de
la
trasnacional PRISA en España, califica a la izquierda que apoya a
Cuba de
estalinista y de “nostálgica”. Nuestros pequeños ideólogos de
Miami, México o Barcelona, tratan de dilucidar, con ínfulas
academicistas,
las razones de esa simpatía internacional y organizan cartas de
condena que
llevan de puerta en puerta. Usan todas las armas para disuadir a los
solidarios; también el chantaje político, y si es preciso el
fusilamiento
mediático.
La guerra es a muerte. Los diplomáticos de Estados Unidos y de
algunos
países europeos servidores de su política ya no se esconden en Cuba,
caminan sin pudor junto a los disidentes que construyen y pagan.
Usurpan
los símbolos de la Revolución, de la izquierda y los rellenan de
contenido
contrarrevolucionario: plagian a las Madres de Mayo –a las que
siempre despreciaron y combatieron--, para construir a las Damas de
Blanco.
Son ingredientes para un buen cóctel: mujeres dolientes y mujeres
acompañantes, ropa blanca (además de símbolo de paz, en Cuba ese
color
adquiere otros significados religiosos, para nada católicos),
gladiolos, y
no obstante, misas católicas. Lo que importa es el encuadre de la
cámara.
Ponga usted el dibujo, que yo pongo la guerra, decía Hearst en 1898;
construya el set y filme la escena –si usted prefiere, twitéela--,
que yo escribo el guión, dicen ahora.
Demonizar a Cuba. Hacer que los niños de las escuelas españolas
sientan
lástima de los niños cubanos, escolarizados, saludables, como pocos
en
América Latina. Que los ciudadanos honestos que apenas tienen tiempo
para
sobrevivir en medio de una crisis económica que amenaza su
tranquilidad
primer-mundista, se compadezcan de los cubanos, más pobres, es
cierto, y
sin embargo más protegidos, y pese a todo, más libres como seres
humanos.
Que miren a Cuba y se desentiendan de lo que ocurre en Iraq, o en
Palestina, o en América Latina. O en España. Convertir al ALBA –ese
maravilloso sistema de solidaridad entre pueblos--, en un emporio de
oscuros intereses ideológicos. Lo difícil, sin embargo, es que una
operación cultural de carácter mediático pueda saltarse o revertir
la
vivencia de cientos de miles de latinoamericanos, de africanos, de
asiáticos, de norteamericanos y de europeos, que han recibido la
solidaridad cubana y venezolana. Lo difícil, es ocultar el sol con
un dedo,
aún cuando ese dedo lleve el anillo imperial.
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