Nacer un 29 de febrero para algunos pudiera significar una ventaja
mientras, para otros, tal evento podría ser un temprano augurio de mala
suerte...
Por Mercedes Azcano Torres
¡Una fiesta de cumpleaños!, tremenda ilusión para Lalo. En cuarenta años, solo diez veces había disfrutado su celebración y todo por la mala pata de nacer un 29 de febrero.
Nadie imagina las complicaciones de venir al mundo en esa fecha. Cuando Lalo berreó por primera vez se desató la guerra familiar. La madre quería inscribirlo el 28 para tener “un niño normal”, como si los del 29 fueran extraterrestres. La abuela paterna se inclinaba por el 1 de marzo, dispuesta a encasquetarle el nombre del bisabuelo Rosendo.
El padre, en medio de la bronca, alegó falta de autoridad para contradecir al emperador romano Julio César y mucho menos al Papa Gregorio XIII. En su afán de convencer, hilvanó un discurso sobre el calendario juliano (estableció que uno de cada cuatro años tendría 366 días) y al gregoriano, con sus reformas.
En realidad, el juicio paterno estaba permeado por un interés económico: ahorrarse plata en fiestas de cumpleaños. Así, el bebé quedó registrado el propio día 29, con el nombre de Eduardo (Lalo, para los socios). ¡Alégrate, que así no te pones viejo!, le decían los amigos. Su hermana Martica insistía en que los bisiestos daban buena suerte y argumentaba que Lord Byron, poeta ilustre, había nacido en el año 1788.
Al optimismo de la mujer se oponía la negatividad de Ismael, el mejor amigo de Lalo, quien como ave de mal agüero traía a colación los asesinatos de Mahatma Gandhi y John Lennon, o el hundimiento del Titanic. Pero, como Ismael, además de pesimista era tacaño, cada cuatro años entregaba obsequios que, por lo absurdo, eran leyenda en la historia familiar.
Entre los regalos figuraban: un gato viejo (supuestamente nacido un 29 de febrero); un convoyado de elefante de yeso con maceta de plástico y macramé, cuyo destino fue el del cuarto de los trastes; un gorro para la nieve (recuerdo de un curso que pasó Ismael en Alemania) y un sartén chino, que al calentarse disparaba grasa y croquetas en todas direcciones, cual fuegos artificiales. Ahora, al enterarse de la fiesta de cumpleaños de Lalo y sin saber qué obsequiarle, se le ocurrió decir:
—Amigo, la tragedia te persigue, te empeñas en celebrar los cuarenta y en diciembre, según los mayas, se acaba el mundo.
A continuación pronunció un apocalíptico discurso sobre las supuestas desgracias que le sobrevendrían a la humanidad durante el solsticio del 21 de diciembre, sin saber que ya Lalo había leído que algunos descendientes de las antiguas culturas se oponían a las suposiciones y malentendidos contemporáneos. Para ellos esa fecha significaba el fin de las guerras y la destrucción, con un renacer del respeto y la armonía entre los pueblos. Pero como Lalo sabía que era inútil disuadir a Ismael, prefirió embromarlo:
—Si tú dices que no llegaremos al 31 de diciembre, entonces nos comeremos los chicharrones en mi fiesta del 29 de febrero.
—No te rías, que esta catástrofe está anunciada hace más de cinco mil años —respondió muy serio Ismael.
—Y mi abuela se morirá sin la dentadura postiza, después de añejarse esperando a que le avisen de la Clínica Estomatológica —jaraneó el otro, y prosiguió—, como soy tu mejor socio y este va a ser tu último obsequio, seguro me invitarás a una excursión con todo incluido en la playa de Varadero.
Fue entonces que Ismael urdió su venganza. Citó al amigo al día siguiente en el Parque Central a las diez de la mañana, para “darle un regalo-sorpresa”. A la hora acordada, Ismael alquiló un bicitaxi en el que se adentraron en el corazón de la vieja Habana. Me salvé, pensó Lalo, al imaginarse un suculento almuerzo en La Bodeguita del Medio. Pronto Ismael lo bajaría de la nube:
—Como el final está cerca, he decidido obsequiarte un paseo-despedida por las calles de tu bella ciudad. Excursión que concluiremos en la Plaza de Armas, donde te entregaré el carné del club de los nacidos en años bisiestos, del cual, por ahora, eres fundador, presidente y único afiliado.
“Año bisiesto, año siniestro”, recordó Lalo, y dispuesto a alegrarse el día con un cambio de civilización invitó a su amigo a tomarse un chocolate azteca en “La Casa del Chocolate”.
Por Mercedes Azcano Torres

Cumplir cada cuatro años (Foto:
Alfredo Martirena Hernández Cubahora)
¡Una fiesta de cumpleaños!, tremenda ilusión para Lalo. En cuarenta años, solo diez veces había disfrutado su celebración y todo por la mala pata de nacer un 29 de febrero.
Nadie imagina las complicaciones de venir al mundo en esa fecha. Cuando Lalo berreó por primera vez se desató la guerra familiar. La madre quería inscribirlo el 28 para tener “un niño normal”, como si los del 29 fueran extraterrestres. La abuela paterna se inclinaba por el 1 de marzo, dispuesta a encasquetarle el nombre del bisabuelo Rosendo.
El padre, en medio de la bronca, alegó falta de autoridad para contradecir al emperador romano Julio César y mucho menos al Papa Gregorio XIII. En su afán de convencer, hilvanó un discurso sobre el calendario juliano (estableció que uno de cada cuatro años tendría 366 días) y al gregoriano, con sus reformas.
En realidad, el juicio paterno estaba permeado por un interés económico: ahorrarse plata en fiestas de cumpleaños. Así, el bebé quedó registrado el propio día 29, con el nombre de Eduardo (Lalo, para los socios). ¡Alégrate, que así no te pones viejo!, le decían los amigos. Su hermana Martica insistía en que los bisiestos daban buena suerte y argumentaba que Lord Byron, poeta ilustre, había nacido en el año 1788.
Al optimismo de la mujer se oponía la negatividad de Ismael, el mejor amigo de Lalo, quien como ave de mal agüero traía a colación los asesinatos de Mahatma Gandhi y John Lennon, o el hundimiento del Titanic. Pero, como Ismael, además de pesimista era tacaño, cada cuatro años entregaba obsequios que, por lo absurdo, eran leyenda en la historia familiar.
Entre los regalos figuraban: un gato viejo (supuestamente nacido un 29 de febrero); un convoyado de elefante de yeso con maceta de plástico y macramé, cuyo destino fue el del cuarto de los trastes; un gorro para la nieve (recuerdo de un curso que pasó Ismael en Alemania) y un sartén chino, que al calentarse disparaba grasa y croquetas en todas direcciones, cual fuegos artificiales. Ahora, al enterarse de la fiesta de cumpleaños de Lalo y sin saber qué obsequiarle, se le ocurrió decir:
—Amigo, la tragedia te persigue, te empeñas en celebrar los cuarenta y en diciembre, según los mayas, se acaba el mundo.
A continuación pronunció un apocalíptico discurso sobre las supuestas desgracias que le sobrevendrían a la humanidad durante el solsticio del 21 de diciembre, sin saber que ya Lalo había leído que algunos descendientes de las antiguas culturas se oponían a las suposiciones y malentendidos contemporáneos. Para ellos esa fecha significaba el fin de las guerras y la destrucción, con un renacer del respeto y la armonía entre los pueblos. Pero como Lalo sabía que era inútil disuadir a Ismael, prefirió embromarlo:
—Si tú dices que no llegaremos al 31 de diciembre, entonces nos comeremos los chicharrones en mi fiesta del 29 de febrero.
—No te rías, que esta catástrofe está anunciada hace más de cinco mil años —respondió muy serio Ismael.
—Y mi abuela se morirá sin la dentadura postiza, después de añejarse esperando a que le avisen de la Clínica Estomatológica —jaraneó el otro, y prosiguió—, como soy tu mejor socio y este va a ser tu último obsequio, seguro me invitarás a una excursión con todo incluido en la playa de Varadero.
Fue entonces que Ismael urdió su venganza. Citó al amigo al día siguiente en el Parque Central a las diez de la mañana, para “darle un regalo-sorpresa”. A la hora acordada, Ismael alquiló un bicitaxi en el que se adentraron en el corazón de la vieja Habana. Me salvé, pensó Lalo, al imaginarse un suculento almuerzo en La Bodeguita del Medio. Pronto Ismael lo bajaría de la nube:
—Como el final está cerca, he decidido obsequiarte un paseo-despedida por las calles de tu bella ciudad. Excursión que concluiremos en la Plaza de Armas, donde te entregaré el carné del club de los nacidos en años bisiestos, del cual, por ahora, eres fundador, presidente y único afiliado.
“Año bisiesto, año siniestro”, recordó Lalo, y dispuesto a alegrarse el día con un cambio de civilización invitó a su amigo a tomarse un chocolate azteca en “La Casa del Chocolate”.
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